viernes, 24 de julio de 2009

de como hacer visible la in-definición de la “juntura” (con comillas y paréntesis al gusto)

Es este un libro rico en diagnósticos y perspectivas, un buen análisis de alguno de los problemas centrales de la producción contemporánea de cultura. Entre estos se destaca la transición que lleva de un arte, el de los ochenta, centrado en una cansina crítica de la representación, hacia un arte de contexto que emerge en los noventa y que, reconectando con prácticas mucho más antiguas, tiende a funcionar mediante intervenciones de carácter táctico orientadas a transformar los sistemas de relaciones concretos, los que, por lo visto, tenemos que combatir para vivir una vida decente.
Si no queremos conformarnos con un arte tan dominical como el del chándal y la paella “en la periferia de lo experiencial”, es obvio que hay que explorar formas de organización de la productividad artística y la sensibilidad estética que sean relevantes para la organización de nuestros pequeños –o no tan pequeños- mundos de vida, que sean legibles, como pedía Flaubert, como formas de vida. El problema para el autor de estas Ob-Scenas, Pedro A. Cruz Shánchez, es la comparecencia de una misteriosa “desactivación automática y a priori” de cualquier programa de actuación que pretendiera desestabilizar los juegos de lenguaje del poder a la vista. No está muy claro porqué, pero eso es lo que hay.

El autor sostiene que toda práctica artística opera inevitablemente en el dominio de la representación, de la que no pueden escaparse –visto lo visto- ni siquiera estas prácticas de intervención táctica que ya han dejado de trabajar en los museos y de producir cachivaches para ellos. Por cierto que la noción de táctica que manejan estas prácticas tiene mucho más que ver con De Certeau que con Luckacs, un autor –por otra parte- cuya Estética habría que recuperar y que nos alegra ver citado en el ensayo que reseñamos. El arte de contexto recupera la noción de táctica de De Certeau precisamente porque así incorpora diferentes registros, modos de hacer que exceden el limitado campo de la representación. Por lo demás al producirse como modos de hacer romperían por completo la distancia entre representante y representado, quebrando la espina dorsal de esa representación que estructura los mecanismos de sujeción tanto en el arte, la democracia formal “representativa”, como en la economía del capital especulativo. Pero esto es harina de otro costal.

Lo que hay que ver en este libro es que para su bien documentado autor, “lo que se encuentra detrás de este desarme político del arte es un estado de improductividad de la imagen, una suspensión de su actividad como mediadora de significados” y claro, como todas las prácticas artísticas están abocadas a producir imágenes, y nada más que imágenes, pues no hay quien consiga ver nada de nada.
Hasta aquí hemos seguido con la vista al autor, pero a eso de la página 21, al ritmo que su “argumentario” se va deslizando hacia su “mismidad absoluta y pletórica”, le vamos dejando, también a ritmo, de divisar. En el momento en el que se nos informa de que “la visibilidad en la cultura sobrevisualizada de hoy ya no tiene nada que ver con el ver”, la vista se nos nubla y ya ni tres en un burro vemos. Quizá no somos como ese tipo de “espectador que disfruta no sólo de lo que ve, sino más propia o impropiamente de ver y de verse ver viendo que el cuerpo que ve es mostrado”, quizá no compartimos su deseo de llegar a ver “una visualidad crítica que reactive el potencial político del ver”. Pero una vez visto, y no visto, lo visto y si te he visto no me acuerdo, vemos que en lo que resta de texto, –y queda aun un buen cacho por ver- “lo que percibe el ojo ya no es el resultado del ver sino de lo “ya visto”. Y visto, muy visto, está el repaso que el autor hace -a una media de tres citas por página- del repertorio habitual de la teoría política más visible y brumosa: Badiou, Rancière, Mouffe y su poco de Deleuze que siempre luce a lo Irigaray. Muy bien documentado –como ya hemos dicho- pero un poco corto de vista resulta, en este único aspecto, el autor.
Por otra parte, resulta muy iluminador y francamente recomendable el repaso que hace de la noción de obscenidad, con la que tradicionalmente se aludía a lo que debía quedar fuera de escena, lo que debía ser excluido de la representación. El autor tras revisar las claves de la postmodernidad teorizante y dejar ver que “se hace justicia a lo visible al otorgarle plena autonomía respecto a lo invisible” acaba por asumir operativamente la definición tradicional –¡lo que hay que ver!- y entender “lo obsceno como la excepción o el desecho del sistema”, perdiendo así de vista lo que pudiera ser la evolución fundamental de la obscenidad en el capitalismo tardío. Una evolución esta mediante la cual se aplica la obsolescencia programada al ámbito de la intimidad y al propio cuerpo: ya no hay quien no haya visto las más truculentas tripillas de los hermanos pequeños del Gran Hermano, ya no hay límites claros para la publicidad en su agotadora búsqueda de la diferencia. Lo obsceno ya no es el desecho del sistema, al igual que el ruido ya no se contrapone a la señal ni los atascos a la circulación fluida. Lo obsceno es, ya hace tiempo, el filón más preciado para el capital que busca diferenciar sus productitos orientados a saturar el mercado de nuestra vida emocional. Cuesta ver cómo podría articularse desde ahí una visualidad crítica, como la que reclama el autor que sin duda espera grandes cosas de “el transito desde el “entre-ver” -o visión difusa, no del todo clara- hasta el “ver-entre” -visión nítida, intensa, de la “juntura” del intervalo-”.

Por cierto que si alguien ve la visualidad de la “juntura” esa del intervalo conflictivo ese, que avise. Por favor.

Grande Durán

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